Luis Alcoriza y Luis Buñuel

Luis Buñuel anotó en sus memorias: A lo largo de mi vida he trabajado con 18 escritores diferentes. Entre ellos, recuerdo sobre todo a Julio Alejandro, hombre de teatro, buen dialoguista, y Luis Alcoriza, enérgico y susceptible, que desde hace ya tiempo escribe y realiza sus propias películas. Con quien más identificado me he sentido es, sin duda, con Jean–Claude Carrière. Desde 1963 hemos escrito juntos seis películas.[1]
Es precisamente de estos tres guionistas de los que vamos a hablar aquí, tanto porque fueron los que más veces colaboraron con el aragonés, como por el hecho de que fueron grandes amigos. No vamos a extendernos en su vida o carrera cinematográfica, sino que nos centraremos en su relación con Buñuel y en lo que aportaron a su obra.
Hoy nos centraremos en Luis Alcoriza. Fue el primero en trabajar con Buñuel, concretamente a partir de su segunda película mexicana, El gran calavera. Es esta precisamente una de los pocos filmes en que Buñuel no colaboró en la redacción del argumento. Alcoriza trabajó con el aragonés en los siguientes filmes: El gran calaveraLos olvidadosLa hija del engañoEl brutoRobinson CrusoeÉlLa ilusión viaja en tranvíaEl río y la muerteLa muerte en este jardínLos ambiciosos y El ángel exterminador.
Alcoriza también era un refugiado español, mucho más joven, que compartía con Buñuel una mirada sin complacencia hacia México, donde podían sentirse a la vez extranjeros y en casa. Tenían ambos un humor tendente a lo negro, una santa irreverencia hacia las convenciones y los poderes establecidos, una parecida inclinación por lo insólito, el sarcasmo, el erotismo, amén de las mismas tensiones dentro de cine mexicano. Alcoriza pasará a la dirección y mostrará en algunos casos su parentesco e incluso su deuda con Buñuel.[2]
Luis Alcoriza
En algunas ocasiones también participó su esposa Janet Alcoriza en la elaboración del guion. Janet y Luis Alcoriza fueron los encargados, en casi todas las películas en las que trabajaron sobre el guion, de mexicanizar el habla, hacer la traducción de las expresiones y de los modos lingüísticos... El sentido de la propiedad que tiene el habla en las películas mexicanas de esta primera época de la obra de Buñuel es una labor de Alcoriza. El lenguaje popular es el requisito del género, pero Alcoriza opta por dar cierta mirada crítica hacia el pintoresquismo, de hacerlo expreso y encontrar así palpable el diálogo intradiegético con las películas de las que procede el locus de la vecindad.[3]
Sus diálogos se caracterizan por una agilidad y un colorido que el habla popular mexicana acusa en grado aún mayor que el español peninsular. Así uno de los protagonistas de La ilusión viaja en tranvía dice "se nos enfrió" para referirse a alguien a quien se toma por muerto.[4]
Alcoriza sería también el coargumentista con Buñuel de Si usted no puede, yo sí (1950), el único guion en el que Buñuel colaboró y no realizó en México. Sería dirigida por Julián Soler.

Veamos ahora el testimonio de Luis Alcoriza: A lo largo de nuestra larga amistad, una de las cosas que más nos unía [era] el sentido del humor negro y corrosivo que ambos poseíamos. Y también la mutua tendencia a la broma española, burda y agresiva.
Año tras año, con el mucho vino compartido, nos burlábamos de todo, de lo más sagrado y respetable, de nuestras familias, y, por supuesto, de nosotros.
Los olvidados
Dentro del afecto entrañable que nos teníamos, ninguno podía evitar el herir al otro en lo que más le dolía pero, claro, de un modo tan torpe y directo y exagerado que no pudiera dejar duda de que solo se trataba de un juego.
Él era un experto en soltarme lancetazos. Me conocía bien las pequeñas superficies de mi epidermis síquica donde algunas hojas no habían dejado que llegara la protectora sangre del dragón, y a ellas llegaba con facilidad caricaturizando mis fallas y miserias humanas. Y yo le devolvía golpe por golpe porque también sabía cuáles eran sus zonas débiles…
Es por eso que Carlos Saura opina que la relación de Buñuel con Alcoriza era una especie de amor-odio.[5]
A continuación se muestra el texto completo de Alcoriza: “Hoy fui a ver a Buñuel”:
Como el título indica, hoy fui a ver a Buñuel. Le vi hace tres días, pero andaba malucho y yo sabía que estaba un poco triste y que a él sólo le alegran los amigos.
¿Por qué escribo esto? Creo que es necesario. Al menos para mí. Es un hombre famoso, un genio del cine. No hay día en que no se escriba algo sobre él o se le tribute un homenaje. El mundo le admira, se habla de ponerle su nombre a calles, a plazas, de levantarle monumentos.
Cuánto nos hemos reído de esto. Varias veces, copa en mano, como de costumbre, nos lanzábamos a disparatar, cosa que a él le encanta, sobre estos honores.
La ilusión viaja en tranvía
Luis no es modesto como dicen, pero paga cualquier precio por defender el castillo de su vida íntima, de su soledad voluntaria. No puede ser modesto, porque su obra siempre ha correspondido a sus ideas y a sus impulsos y sabe el valor que tienen. Lo que no quiere es que le molesten, que alguien pueda romper sus rutinas, pero no rutinas inertes, de costumbre, de entrega, sino rutinas planeadas, aceptadas, previstas, defendidas y hasta mimadas. Algunas de ellas creadas, aparte de que le gusten, para desconectar o joder a los demás, para agredir a la opinión de los amigos, los demás no le importan, pero incluso en esas agresiones, puesto que piensa en nosotros, siempre están presentes el humor y la broma fraternal. 
Y en ese disparatar que mencionaba, proponíamos los lugares más adecuados para perpetuar con su nombre su grandeza: Paseo de Luis Buñuel, antes de la Castellana; Puerta de Buñuel, antes de Alcalá; Jardines del Buen Buñuel, antes del Retiro; Avenida de Buñuel, antes Gran Vía; Plaza de Buñuel, antes de España y Puerta de Buñuel, antes del Sol.
Y así pasaban las horas por nuestro tiempo y las copas por la garganta. Y de no ser por sus rutinas o costumbres de comer a la una en punto y de cenar a las siete, para estar a las ocho en la cama (por cierto que entra en su cuarto en la oscuridad y a oscuras se desnuda y se acuesta) hubiéramos seguido “ab delirium” hasta llegar al puente de Buñuel antes de Brooklyn, a plaza de Buñuel antes de la Concorde.
Empecé diciendo que fui a ver a Buñuel, mejor dicho fuimos porque mi  mujer me acompañaba. Llegamos a las 12 en punto, esperando oír la frase con que nos recibe desde hace 25 años: “¡Hombre, qué cosa tan rara, habéis llegado puntuales!  ¡Estáis cambiando mucho!” Pero esta vez no la dijo, estaba de mal humor, con la ropa descuidada y, sin duda, cosa rarísima en un hombre de una limpieza maniática, no se había bañado.
Sentimos enseguida su inquietud y la nerviosidad de Jeanne, la tierna y abnegada Jeanne, que, según palabras de la madre de Luis, era un ángel que Dios había mandado a la tierra para cuidar de su hijo.
La escena acostumbrada de preparar las copas, que él siempre sirve, de sacar los vasos, preguntarnos qué queremos cuando conoce de sobra nuestros gustos, sacar el hielo que ha puesto previamente en una cajita de plástico dentro de la nevera, y hacer de una cosa tan natural algo complejísimo, esta vez adquiría mayores tensiones.
Él
Estaba en un día negro, pero no por manías u obsesiones banales, no, todo en él tiene siempre una razón de ser. Luis fue siempre un atleta. Todavía a sus ochenta y dos años, tiene un vientre duro y liso como una tabla, sin las flacideces que traen los años muchos, sin un adarme de grasa. Hasta hace poco raros eran los que podían vencerle el brazo en una jugada de pulso. Ahora bien, aunque como hombre inteligente, con una gran conciencia de la realidad, acepta el desgaste de los años y sobrelleva dignamente la vejez, le pesa por encima de todo, la diabetes que tan mal se lleva con un gastrónomo y un bebedor de su altura. Los martinis, que tanto ama, bestias agazapadas, que él mantiene a raya con pruebas caseras del nivel de la glucosa, y algunas pastillitas. Y como entre sus virtudes no entra la de la resignación, se cabrea y se reconcome y se rebela contra su viejo cuerpo que ya difícilmente sigue la juventud del pensamiento.
Y hay otras cosas. Los días enteros para pensar, ver cómo sus amigos de juventud van desapareciendo. Hace poco enterramos a uno de ellos, que estuvo con él en los jesuitas. José Ignacio Mantecón, hombre brillante y cultísimo, tierno, sencillo, noble, dado también a la broma y al disparate. Le afectó muchísimo, y con razón.
Robinson Crusoe
Hoy hablamos del estado crítico en que se encuentra Luis Aragón, el más cercano a él y el más amigo de todos los surrealistas, uno de los pocos que todavía vive.
Luego, inevitablemente, surgió el nombre de García Márquez y de su premio Nobel. (Algo tiene de mágico ese apellido, que también es el segundo del triunfador socialista de España, Felipe González). Y sobre Gabo vino la primera broma: ‘Me alegro que se lo dieran, lo merece, pero me estoy muriendo de envidia, como todos, aunque no lo digan’. Pasada la risa, se le emocionaron los ojos y repitió, ahora con sinceridad y ternura: ‘No, ahora en serio… Me alegro, me alegro mucho’.
Estaba parco en el beber, y reprendió a mi mujer porque se servía mucho whisky. ¿Tú crees que me lo regalan? Cuesta mucho dinero’. Después renegó contra el perro, un ratonero cachorro demasiado vital y activo para Luis, acostumbrado a la mansa placidez de Tristana, que además de acompañarle le servía de timbre con sus agudos ladridos:
–Saca ese perro de aquí, coño, no nos deja hablar ni se está quieto. Y al gato también.
Mientras tomábamos el aperitivo, le conté que acababa de leer en el periódico acerca del homenaje que le están haciendo en Francia, y que resultó una de las causas de su mal humor.
–Me revienta como lo están haciendo. Si fuera en un día o dos, pase, pero no, es una semana entera. ¡A quién le importa!
La muerte en este jardín
Le hicimos ver que le interesa a mucha gente. Aparte de ser una de las figuras más grandes que ha dado el cine, con millones de admiradores en el mundo entero, contaba con muchísimos amigos que le querían bien. Precisamente los que deben asistir a la mesa redonda para hablar sobre él, son personas estupendas que le aprecian de corazón: Saura, Carrière, Fernando Rey, Rabal…
–No, si eso está bien, y la intención la agradezco, es la forma. El primer día es una exposición de los libros que hablan sobre mí y de mis poemas. ¿Quién va a ir? ¿A qué? ¿A ver unos poemitas allí pegados en la pared… que ni se podrán leer?
–Eso, no. Yo creo que los copiarán en grande –aventuró mi mujer.
–Pero, para qué. Son unos cuantos poemas de juventud. Si fueran poemas inéditos de Rimbaud lo comprendería, pero míos…
–Bueno, yo tengo entendido –empieza la broma– que en la sala va a haber unos hombres­sandwich emparedados entre dos cartelones en los cuales van escritos tus poemas en grandes letras. Darán vueltas sin detenerse y la gente podrá seguirlos en círculo mientras leen.
Se ríe. Eso no está mal.
–Además, vas a estar en efigie. Mal informado, como siempre, le explico que van a llevar del Museo Grevin una figura suya de cera.
–No, la traen de Barcelona –me informa Jeanne.
–¡Ah!, ¿no estaba en el Grevin? Yo creí que dada tu categoría…
–No, –insiste ella– es de Barcelona, o de Zaragoza, no sé bien. La traen Margarita y Conchita (sus hermanas, de Luis).
–Esta mañana iba a ponerles un telegrama prohibiéndoles que fueran, pero me salía muy caro. Me he vuelto avaro con las palabras telegráficas, cada una cuesta un huevo.
–Pero, cómo es esa escultura –pregunto. Me imagino que de cuerpo entero.
Él se encoge de hombros. Jeanne es la que sabe y no mucho. “No, es de así… media”.
–¿Cómo media! ¡Un busto, quieres decir?
Los ambiciosos
–No, así… hasta aquí –con la mano se marca un corte en la cadera.
–No puede ser. ¿Así… como un hombre tronco, como el de Los olvidados?
–Creo, no sé. La traen Conchita y Margarita.
Luis refunfuña. ‘Un disparate. Debí poner el telegrama’. Figúrate, en el tren con eso…
–¿Cómo en el tren?
–Sí, van en tren. Son trenes muy rápidos. De Barcelona a París no tarda nada. No van a tomar el avión para…
Le observo. Está tan fuera de la realidad como para aceptar como natural aquel absurdo, o nos está tomando el pelo. Por si acaso me adelanto a la burla.
–Qué locura, ¿cómo puede ser? Te imaginas a Conchita y Margarita en un asiento de esos largos, con tu estatua de cera en medio, muy seria y…
Le gusta la idea, se ríe. Yo insisto:
–Figúrate… con el calor empezaría a derretirse, te chorrearían los carrillos, y se te empezarían a caer la nariz y las orejas.
–Puede ser, puede ser.
–No, hombre, de llevarte en tren te pondrían en el vagón refrigerador… sentado entre medias reses, cajones con pescados, pulpos y esas cosas y montones de latas de sardinas.
–Pues derretido o congelado, no sé para qué llevan eso.
Yo había sabido que una de sus efigies de cera –al parecer son dos–, una en Madrid y otra en Barcelona, está con otras similares de los cerebros más gloriosos de España: Ortega y Gasset, Unamuno, Valle Inclán, Galdós….
–Y tú estás en el grupo –le pregunto.
–No, hay… hay como unas mesas y ellos están allí. Yo estoy aparte, en un palco.
–¿Palco?
–Sí, es… como una barandilla así… y yo estoy detrás.
El río y la muerte
–¿Mirándolos?
–No sé… probablemente. (Suspira) ¡Le hacen a uno cada cosa…!
A Luis le debo gran parte de mi formación como hombre, de mi posición ante la vida, y también a las letras de esas figuras de cera que le acompañan. Me hubiera gustado verlos juntos pero detesto los museos de cera, me dan un poco de horror y asco. Los imagino –sólo conozco el Grevin–, como lugares siniestros, reproductores permanentes de crímenes y asesinatos, verdaderas fábricas de polvo donde unas figuras, en las que anidan y se alimentan colonias de ratas, larvas y polilla, vestidas con ropas de muertos, nos miran fijamente con ojos malignos que nos traen desgracia y mala suerte.
Prefiero quedarme con la última imagen creada por la broma y el humor, siempre mejores que la cera vieja y el sentimentalismo, y verle sentado en el vagón refrigerador, entre carne fresca, vital y alimenticia, y plateadas latas de conserva con etiquetas multicolores.[6]

[1] Luis Buñuel: Mi último suspiro, Plaza & Janés, 1982, Pág. 236
[2] Paula Antonio Paranaguá : Luis Buñuel. Él, Paidós, 2000, Pág. 73
[3] Marina Díaz López: Algunas precisiones en torno a ciertos melodramas citadinos mexicanos de Buñuel. En: Archivos de la Filmoteca, nº 35. Junio 2000, Pág. 40
[4] Agustín Sánchez Vidal: Luis Buñuel. Ed. J.C., 1984, Pág. 187
[5] Agustín Sánchez Vidal: De las coproducciones al tríptico final. En: Buñuel en 3 dimensiones, Gobierno de Aragón, 1999, Pág. 35
[6] AA. VV.: Testimonios sobre Luis Buñuel En: Turia, nº 28-29. Mayo 1994, Pág. 204

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